Estilo de vida en jóvenes, ¿cuándo se convierte en un riesgo?

Para empezar, es necesario definir, qué se comprende por “estilo de vida”. El glosario de promoción de la salud (OMS, 1999) define estilo de vida de una persona como aquel compuesto por sus reacciones habituales, definidas por su personalidad, sus intereses, la educación recibida y, además, por las pautas de conducta aprendidas durante los procesos de socialización, relacionadas a características del entorno microsocial; en donde se destaca la vivienda, familia, amigos, comunidad, entorno escolar, entre otros; y a factores macrosociales como el sistema social, jurídico, económico, de salud, de cultura y de medios de comunicación masivos.

Dichas pautas de comportamiento son interpretadas y puestas a prueba continuamente en las diversas situaciones sociales en las que los jóvenes interactúan.

Desde ese punto de vista cuando en estos entornos se normalizan algunas conductas para jóvenes, que en esencia son de riesgo, deja de percibirse el daño que pueden causar y, por tanto, no se actúa en consecuencia.

Es importante destacar que la adolescencia es un periodo crítico de cambios biológicos, comportamentales y sociales que permite desarrollar y reafirmar la personalidad, la autoestima, la autoconciencia y, en definitiva, la identidad del adolescente y futuro adulto.

Estos cambios implican un desarrollo cerebral que pueden conducir a mantener conductas de riesgo en adolescentes y jóvenes, entendiéndose como tales, aquellas que implican un efecto placentero inmediato, pero carecen de una valoración de las consecuencias posteriores.

Es fundamental comprender qué mecanismos cognitivos guían al adolescente a la asunción de conductas de riesgo. Los procesos cognitivos que se desarrollan ante estas conductas son interpretaciones mayoritariamente erróneas que aparecen de forma espontánea ante diferentes situaciones y que son aceptadas como verdaderas. Estas, a su vez, conducen a desarrollar emociones desagradables que perjudican la salud, las relaciones personales y el bienestar integral de adolescentes y jóvenes.

Así pues, aprender a identificar los pensamientos automáticos erróneos o distorsiones cognitivas, desde mi punto de vista y experiencia en jóvenes me permitió identificar criterios para decir cuándo una conducta puede convertirse en riesgo.

1. Cuando se tiende a no aceptar el efecto dañino de realizar dicho comportamiento.

2.  Cuando los comportamientos de riesgo se incorporan como hábitos en un estilo de vida.

3.  Cuando ese estilo de vida no saludable es incontrolable de manera personal y no se busca ayuda terapéutica, médica o espiritual.

4. Cuando mi estilo de vida no saludable trasciende las normas jurídicas y sociales propias de un país.

5.  Cuando los efectos dañinos de mi estilo de vida afectan a las personas de mi microambiente (familia, amigos, compañeros de escuela) y vulneran los derechos de grupos y colectivos sociales como, por ejemplo, el hábito de fumar o el consumo nocivo de alcohol.

Entonces, ¿qué hacer?, ¿cómo logramos un estilo de vida saludable?, ¿es posible lograrlo en una sociedad tan contaminada y con tantos factores de riesgo y tan pocos factores protectores?

Es aquí donde surge la necesidad de trabajar la voluntad desde edades tempranas, pautas de vida y salud, sanas; incidir en todos los entornos, darle valor a lo positivo, al modelamiento social de principios y valores como el amor, el respeto, la solidaridad, la empatía y, por supuesto, a trabajar entrenando el cerebro para ser resilientes a las adversidades y creativos para el bien, para una adecuada gestión de nuestras emociones, capacidades, limitaciones, etc.; en general, gestores positivos de nuestra propia vida, de la mano de los seres que amamos y nos aman.

Por lo tanto, la familia cumple un rol primordial en el desarrollo de cada uno de sus integrantes, es moduladora y promotora de emociones y sentimientos, es escenario constante de modelos de conducta, transmisora de valores y normas de convivencia. La familia es el primer pilar del desarrollo de un vínculo adecuado basado en la dedicación, el afecto, la comunicación, la cohesión, la adaptabilidad.

Por todo ello, los modelos parentales y de otros adultos significativos en la vida del adolescente y joven desempeñan un papel trascendental, ya que ejercen una importante influencia en el desarrollo de hábitos de vida, formas de expresar afectos, relacionarse con los demás, resolver conflictos y desarrollar conductas de autocuidado.

Por este motivo, el trabajo conjunto con los padres, en muchos casos, será uno de los pilares del tratamiento en la búsqueda del equilibrio personal y social de los adolescentes y jóvenes, acciones sencillas pueden marcar la diferencia; acompáñeles, tenga paciencia, promueva el diálogo afectivo, empático y efectivo, sea un modelo positivo de referencia con solvencia moral en su testimonio de vida; cuando sea necesario poner límites, hágalo, dé la oportunidad a los jóvenes para que progresivamente desarrollen su autonomía, que se permita equivocar pero también aprender de sus errores y, finalmente, crecer; lo anterior es necesario para lograr seres humanos mejores, generación tras generación.

Licda. Estela Alvarenga Alas de Menjívar. Educadora para la salud y máster en Salud Pública.